
Estados Unidos sigue inmerso en la evaluación anual sobre si certifica o no a Colombia en su lucha antidrogas. Esta decisión, que se espera para septiembre, va más allá de un mero trámite diplomático; acarrea profundas implicaciones económicas y políticas para el país sudamericano. La balanza se inclina por el lado de los resultados tangibles, no solo de los planes ambiciosos. El embajador estadounidense en Colombia ha sido claro: Washington busca ver progresos concretos en la erradicación de cultivos ilícitos y la interdicción de estupefacientes, especialmente ante el preocupante aumento de las áreas cultivadas con coca en Colombia.
El gobierno colombiano, consciente de la urgencia, ha desplegado una ofensiva diplomática para argumentar sus méritos y asegurar la codiciada certificación. La memoria de la descertificación en 1996 y 1997, durante la administración de Ernesto Samper, aún resuena, sirviendo como un recordatorio de las graves consecuencias que podría enfrentar el país. Si Colombia no es certificada, las repercusiones podrían ser severas: desde la suspensión de hasta el 50% de la asistencia exterior estadounidense y la oposición a préstamos de organismos internacionales como el FMI, hasta restricciones comerciales que afectarían directamente la inversión extranjera y la percepción global del país.
La relación antidrogas entre ambos países es un entramado complejo, bajo el constante escrutinio de la Casa Blanca y el Congreso de EE. UU. Es una dinámica donde el éxito de Colombia es visto como un factor clave para la seguridad de Estados Unidos, y viceversa. La decisión final no solo determinará la continuidad de la ayuda y la cooperación, sino que también sentará un precedente sobre la efectividad de las estrategias antidrogas implementadas y la solidez de una alianza bilateral fundamental en la región.